sábado, 18 de febrero de 2017

Memorias de un eunuco

Mi cuerpo y mi alma se encuentran castigados por el animal que carcome la carne y mis días transcurren entre el lecho y las pocas horas que puedo sentarme a escribir mis memorias. Es el único legado que dejaré para este mundo, dado que no he podido tener descendientes y mi fortuna se perderá entre las manos de mis hermanos, mis únicos herederos.
Intento recordar mi infancia, pero no hallo en ello más que dolor y pobreza, aun así sé que he de empezar por el principio.
Nací en una pequeña aldea al sur del país, donde el calor es tan intenso que a pocos kilómetros del mar se produce la muerte del río por evaporación. En su final, desaparece acompañado de un cementerio de árboles que se conservan intactos desde hace miles de años, ya que la extrema sequedad no permite que la madera se descomponga.
En memoria de mi abuelo me pusieron su nombre, del apellido apenas si tengo recuerdos, creo que jamás se dijo en casa. Fui el primero de doce partos de los que sólo hemos sobrevivido dos varones y, para desgracia de mi padre, cinco hembras. Mi madre apenas contaba dos menstruaciones cuando me engendró. De su rostro tengo una imagen nítida y me basta con observar mi rostro en el espejo para encontrar sus facciones.
Como ya dije, éramos pobres, tanto que mi madre me amamantó hasta los seis años, y diría que aunque triste tuve infancia hasta los ocho años, cuando mi padre, con la esperanza de que alcanzara una mejor posición social y económica que sirviera de sustento familiar, decidió privarme de mis genitales. Esto era una práctica habitual en nuestra aldea, donde la pobreza y la efébica belleza de los varones atraían a acaudalados comerciantes de la capital que en su afán de asegurarse la fidelidad de sus mujeres pagaban grandes sumas en la compra de un eunuco.
Fue una tarde de mediados de la primavera, mi padre y mi madre me llevaron a la cita con el barbero, que tras embutir mis genitales en una venda, tomó un cuchillo curvo y lo alzó a distancia, calculada para un corte fuerte y veloz. Sin levantar la mirada de mi pubis volvió a preguntar si estábamos seguros de la decisión, a lo que, según la tradición debía responder mi familia presente, cómplices en infringirme aquel intenso dolor y determinar mi destino de permanecer encerrado de por vida entre los límites de un harén. La respuesta fue afirmativa y el barbero cercenó mis órganos, entregándoselos a mi padre envueltos en la sangrienta venda. Mis aullidos de dolor quedaron atrapados entre las manos de mi madre que apretaba fuertemente mi boca.
Se nos ha acusado, a los eunucos de ser vengativos, rencorosos y poco de fiar. No es extraño este gran resentimiento ante la vida, sobre todo cuando nuestra mutilación se efectuó a edades tan tempranas que no se nos permitió elegir nuestro futuro. Esto, suele canalizar hacia sentimientos de desdén y odio por nuestra familia, e incluso por todo el género humano, cuando constatamos el desprecio y la desconfianza con la que hemos sido tratados.
Es inimaginable el sufrimiento de un hombre al que le han seccionado solo el pene pero que, al conservar sus testículos, mantiene toda la fortaleza  hormonal, todo el vigor de su naturaleza. Porque la emasculación es selectiva, depende de lo que se quiera obtener del castrado, unas veces se precisa una mutilación completa que temple al sujeto y lo amanse, pero otras veces solo se pide la amputación del pene con el fin solo de evitar el coito.
Un ejército de castrados es temible, es un grupo de hombres furiosos que solo encuentran en la acción más límite su única forma de aliviar la testosterona, además de una próstata hinchada. Cualquier cosa es preferible a ser elegido para velar por la integridad de las concubinas que, sabedoras de sus limitaciones, se muestran ante esta guardia de guerreros castrados sin inhibición alguna.
Galad Artuile

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